21/04/2020
LA VIDA COTIDIANA EN CEUTA por Artiel.
La calle, mis amigos y mis primeras experiencias náuticas: En aquellos años, en Ceuta nos conocíamos todos, lo sabíamos todo de todos. Siempre hablo de la población civil y estable, ya que los militares eran harina de otro costal. Estos llegaban allí a hacer dinero y a marcharse después de unos años con la bolsa repleta. No, yo me refiero a los ceutíes, La mayor parte de estos que yo llamo ceutíes, ceutíes, vivíamos en la zona comprendida en Ceuta entre la Plaza de África y la Plaza de Azcarate. Y allí, en esa estrecha franja de terreno nos acomodábamos por barrios. Muy normal era la circunstancia de que en un mismo barrio habitasen la mayor parte de familias integrantes de un clan, más de veinte familias Ramos o Artiel vivíamos en un radio de trescientos metros. Cada barrio como es lógico estaba formado por una serie de calles, y callejones, algunos enorme-mente sinuosos y estrechos cuyos edificios a ambos lados, apuntalados con sendos tablones de concrete, amenazaban ruina desde el tiempo de los portugueses, diría yo.
Los barrios de Ceuta eran también gremiales. Había barrio de pescadores, barrio de militares, y por supuesto, reminiscencia de los tiempos coloniales, barrio moro, ya que en aquel entonces vivíamos juntos pero no revueltos, eso sí, este ultimo barrio fuera del perímetro que al principio señalé. Un último detalle acerca de los barrios ceutíes era la existencia de unas concentraciones residenciales que llamábamos “patios”. Los patios eran la trastienda de los edificios que flanqueaban las calles principales y donde, sin que uno lo sospechase en un primer vistazo, un pasadizo daba acceso a una maraña de pasillos en los que se ubicaban una serie de minúsculas viviendas, de 40 o 50 m2, de una sola planta, y, en las que vivían tres generaciones de una misma familia, en muchos casos en penosas condiciones. No he estudiado a fondo el asunto, pero lo cierto es que en Ceuta, el problema de la vivienda es algo congénito. Hoy, en el 2010, 60 años después, más de media Ceuta sigue esperando una casa (¿?) Estos patios, junto con los numerosos espacios que ocupaban los cuarteles militares, han dado lugar a una nueva Ceuta, con calles que me son desconocidas, flanqueadas por mastodónticos edificios que impiden otear el horizonte como antaño lo hacíamos desde cualquier punto de la ciudad, y que transmiten una fuerte sensación de agobio. En todos los barrios de Ceuta existían dos espacios comunes donde se desarrollaban gran parte de las actividades sociales de aquellos tiempos: La tienda del barrio y la calle donde jugábamos los niños.
La tienda cumplía varias funciones: En primer lugar, ejercía la función de las actuales grandes superficies, no por su dimensión pero si por sus existencias, en ese sentido eran los “chinos” de los tiempos actuales, había de to-do, desde una lata de atún hasta unos cordones para los zapatos, pasando por la brillantina para el pelo de nuestros padres y que nos vendían de peseta en peseta. Un segundo cometido era el financiero. En las tiendas de barrio “daban fiao”, “se apunta-ba en la libreta”, y esto era muy importante en aquellos tiempos, sobre todo para los tenderos que hicieron grandes fortunas aplicando los precios que la extrema necesidad de sus clientes les permitía. Por último, en la tienda se hablaba.
Nuestras madres, sin televisión, y haciendo la cola, hablaban y hablaban, y no precisamente de la Pasarela Cibeles, sino de cosas mucho más cercanas, tan cercanas como de la vecina que llevaba varios días sin aparecer y que el tendero, muy socarronamente sabia que la causa de la ausencia era precisamente que el riesgo financiero había llegado al límite máximo. Pero no solo eran nuestras madres las que hablaban en la tienda del barrio, sino que casi todas estas contaban con un pequeño espacio que intentaba parecer una barra de un bar y donde nuestros padres se tomaban un chato de vino con sus amigos antes de tirar para casa después del trabajo. Algunas contaban hasta con alguna mesa donde los parroquianos echaban su partida de cartas o de dominó hasta que sus hijos iban a avisarles “de parte de mamá que la cena ya está puesta”. Y para casa, que a falta de tele oíamos el parte de las 10 y después “Yo amo a un canalla” de Guillermo Sautier Casaseca o “Tres hombres buenos” de no sé quién. Ni mi madre era muy habladora en la tienda, dado su carácter introvertido y por su-puesto acrecentado con una fuerte dosis de desconfianza, ni mi padre, sobre todo en aquellos años de mi infancia era muy dado a barras de bar. En el caso de mi padre la razón era clara: No tenía tiempo para ello.
El segundo espacio que citaba anteriormente era la calle. En todos los barrios existía una calle que por diversas razones era la predilecta de los niños del barrio para sus juegos. Por supuesto que esa predilección producía el consiguiente cabreo de las vecinas ya que aparte del continuo griterío de los chavales con sus juegos, los cristales de las ventanas de los pisos bajos corrían serio peligro ante cualquier pelotazo o pedrada. El football era el juego más perseguido por la Policía Municipal. Al grito de “agua” había que poner los pies en polvorosa. ¿Quién se lo iba a decir al football? A lo que ha llegado. La calle de los niños de mi barrio era precisamente mi calle, la Teniente Pacheco, quizás porque su trazado, recto y completamente horizontal, en una ciudad que todo es cuesta, nos permitía una serie de juegos que su transversal, La Legión dada su pro-nunciada pendiente, hacia imposibles. Allí, en la encrucijada que formaban ambas calles estaba el punto de encuentro, reunión y toma de decisiones de toda la grey del barrio.
Allí decidíamos a que íbamos a jugar esa tarde, se firmaban los acuerdos de paz con los otros barrios o por el contrario se les declaraba la guerra y consecuentemente se formaban las expediciones dirigidas contra el territorio hostil. La guerrilla, como le llamábamos, era el juego de barrio por antonomasia y que encontraba su punto de sublimación cuando entraban en función las armas cortas, es decir, las lastiqueras, fabricadas con una “Y” de algún tronco de árbol, sendas tiras de goma procedentes de alguna cámara de neumático que nos proporcionábamos en el taller de Curro o en el de Paco Tuesta y un porta proyectiles de algún trapo o cuero resistente. Este violento juego de la guerrilla siempre acababa mal para todos, ya que algún contendiente o vecino, en el peor de los casos, recibía una pedrada lanzada por una lastiquera y entonces se liaba la de Dios, ya que entraban en liza nuestros padres y recibíamos todos, no había vencedores ni vencidos, sino castigados a no pisar la calle durante algún tiempo. No es mio, pero me ha parecido oportuno que lo leas por haber compartido esa calle.