05/05/2024
A todas las madres.
El puente de las madres
La noche era lluviosa y casi fría. El ruido de los coches se enredaba con el del agua al caer y con el de algún trueno despistado. El techo debía ser sólido y consistente, no podía ser menos, para aguantar el peso de una carretera comarcal, y las ventanas, amplias como los dos lados del puente, dejaban entrever un paisaje áspero y poco acogedor, repleto de pasto y escombros varios.
No era la mejor habitación para traer al mundo a un nuevo mortal. Tampoco ayudaban los pocos cartones humedecidos, que amortecían los debilitados huesos de los habitantes de la improvisada favela; pobres vagabundos sin rumbo ni hogar, que malvivían, en compañía, en otro rincón más de los desolados.
Los gritos de Lisa enfriaron aún más el ambiente.
Todos sabían que el vástago que se movía entre sus entrañas, era sangre de aquel don tal que, tras otra noche de placer forzado, dejó la suerte del nuevo bebé a un futuro de injusticia y pena, engañada la pobre madre por el don juan de turno, por ser la más joven e ingenua de la comunidad.
Eran tiempos donde la luz se le agradecía al sol y la comida, a unas almas caritativas que, de dos en dos días, repartían un poquito entre los muchos y gracias, pues era lo suficiente para poder seguir algo más adelante.
Algunos jóvenes tenían suerte, pues iban a orfanatos domésticos y, de allí, quizás a una buena familia.
Pero aquella noche, el parto de Lisa se adelantó y, sin tiempo ni ayuda, la madre novicia decidió apresurarse, amén que este, no venía solo...
El olor a sangre y parias inundó el gélido ambiente. Las más viejas intentaban ayudar.
-Empuja, pequeña, empuja mucho.
Pero el dolor era mucho y la experiencia y tamaño, muy poco.
Ella solo quería verlos nacer, solo pensaba en abrazarlos, en besarlos, amarlos... Y fue cuando emergió su naturaleza y la hizo empujar y empujar con las pocas fuerzas que le quedaban.
Así llegó el primero, humedecido y muy peludo. Lloraba, lloraba.
Pero el otro llamaba a la puerta y no había tiempo para atender al primogénito, pues este venía complicado y pronto todos se percataron.
Lisa siguió empujando, con más fuerza, si cabe, pero nada salía. De repente, un pie asomó. De manera ágil lo agarró y sacó fuera. La incertidumbre se hizo dueña, cuando vieron que el pequeño no lloraba. Estaba inmóvil, como inerte.
Todos la miraban apenados.
-Déjalo, está mu**to, atiende al otro.
Pero la madre no podía cesar en su empeño.
-¡No, mi niño!
Y comenzó a besarle, a abrazarle y darle golpes.
-¡Mi pequeño!
Otra madre cogió al otro hijo, lloroso y quejica y se lo puso al lado, pero ella no cesaba, seguía abrazándolo y entonces, cuando todo estaba perdido, quizás por la fuerza de sus abrazos o de la naturaleza o de un dios o algo externo a aquello, el bebé comenzó a llorar, más bajo y débil, pero vivo.
-¡Está vivo!
Todos gritaron de alegría y asombro.
Nunca se escuchó tan alto y jaranero a aquel improvisado poblado y eso, fue quizás el detonante, de lo que estaba a punto de ocurrir.
La madre primeriza se fue a un rincón del puente y comenzó a amamantar a sus hijos, feliz, pero exausta.
En ese momento se escuchó al vigía gritar.
-¡Rápido, vienen los demonios, los demonios!
Todos comenzaron a correr, los bajos del puente se quedaron rápidamente sin nadie y en un momento, llegaron los demonios.
Todos los conocían por su odio y violencia hacia los sin techo, pero nadie les esperaba en aquel lugar y momento.
Tenían costumbre de limpiar las calles de vagabundos y les daba placer apalear y matar almas.
Todos huyeron, pero nadie ayudó a Lisa, mu**ta de cansancio y dolor, que sabía que aquella esquina no era el mejor escondite para sus recién nacidos.
No había tiempo, como pudo los apañó y comenzó a correr. Sangre y lágrimas era su combustible, pero solo correr no salvaría su vida y la de sus hijos.
Los bárbaros ya estaban dentro y lo que les separaba de Lisa, era la paliza que comenzaron a dar al primero en encontrarse; Matías, el más viejo de la colonia, que no tuvo pocos años ni buenas piernas para poderse salvar.
Mientras, Lisa vio en el suelo un hueco y en él, los ojos de Nuria, una madre, novicia también, que amamantaba a su pequeño bebé.
-¡Fuera, aquí no puedes entrar, nos hallarán!
-Coge al menos a mis hijos, por favor, yo huiré hacia otro lado para despistarlos de aquí.
Y así hizo, dio un beso a sus vástagos y, con las pocas fuerzas que tenía, corrió gritando, para que los dos criminales la vieran y fueran por ella.
Estos, enfurecidos y llenos de sangre del pobre Matías, pusieron su foco en Lisa y no tardaron en alcanzarla. La madre apenas tenía fuerza y, al menos, pudo sacarlos fuera del puente, al lado de la carretera.
Cuando la cogieron, empezaron a golpearla, pero una luz azul pausó la mala labor de los criminales. Un coche de policía pasó por el lado e, inauditamente, sonrieron y siguieron su camino.
Se sabía que el alcalde de aquella maldita ciudad no quería esos vagabundos y, la maldad de los demonios, era una ayuda esencial para su exterminio.
Ya no había nada más que hacer, sus hijos estaban a salvo y Lisa decidió rendirse a los bárbaros, bajando su cabeza y sus manos y ofreciendo su cuerpecito a los asesinos.
Rápidamente, se abalanzaron sin piedad y comenzó la matanza.
Lisa no gritó al principio, pero, al oír a sus hijos, que asistían el fin de su pobre mamá, comenzó a hacerlo con fuerza y así salvar, una vez más, a sus pobres bebés.
Y, cuando ya todo estaba perdido y Lisa era pasto de sus depredadores, una voz emergió desde dentro del puente.
-¡Timón, Pumba, por dios, que hacéis!
Una mujer y un hombre llegaron rápido y, con correas, comenzaron a pegar a los violentos, hasta que los consiguieron amarrar.
Quedaron consternados al verla tan mal, gravemente herida, casi mu**ta, e intentaron ayudarla, aunque poco podían hacer. Cuando la fueron a tocar, asombrosamente, Lisa comenzó a arrastrarse, lentamente y en dirección a debajo del puente, dejando el rastro de sangre y algo más por el camino, hasta llegar hasta al agujero donde estaban sus hijos.
La mujer la siguió y, al llegar, algo la asustó e hizo que callera al suelo. Era Nuria, que huía del agujero, junto a su pequeño hijo.
Al acercarse al escondite, escuchó unas voces y fue cuando se percató a los pequeños.
-¡Carlos ven, ahí están sus hijos, coge ropas, hay que sacarlos de aquí! Y a la madre.
Pero Lisa, con un último suspiro, como de agradecimiento o de tranquilidad, por fin, quedó sin vida. Y sus ojos, abiertos, mirando a sus hijos y a los ojos de la dichosa mujer, que no paraba de llorar.
Lisa ya se había ido. Había salvado a sus pequeños y dejado esta vida, la de los pobres y ricos, la de los indiferentes, la de los injustos y pocos justos.
Entre lágrimas, la pareja se alejó de la fallecida mamá, con los hijos en sus brazos, hacia una vida mejor, seguro.
La mujer dio una última mirada hacia Lisa y asistiendo, reclamó:
-Pobre madre, pobres madres. ¡Cuánto que aprender de los animales!
Maria Carmen Domínguez Pizarro Renata Ulson