29/01/2024
Sobre el poema "Al fin de la Batalla" a un año de la muerte de Víctor Santisteban.
La escritura de mi fotopoemario fue un desafío, especialmente debido a un periodo de depresión que, por diversas razones, atravesé en el 2023 y el cual me resistía a aceptar. Era así que cada vez que quería escribir respecto a las movilizaciones, se volvía duro.
Recuerdo los meses de febrero o marzo, cuando cada sonido fuerte me sobresaltaba mientras yo pensaba que eran balas o cuando el más mínimo rastro de olor a humo me hacía temer que algún gas lacrimógeno cercano iba a asfixiarme. Esto pasó poco después de un incidente con la policía y de mi testimonio en "Al fin de la batalla".
Empecemos con el 24 de enero. Dina Boluarte ofreció una conferencia a la prensa extranjera al mediodía, difamándonos al afirmar que nuestras protestas tenían una agenda económica basada en el narcotráfico, la minería ilegal y el contrabando, y que supuestamente, en conjunto con la policía, lo que hacía era salvaguardar nuestras vidas.
Como adivinando el enojo en respuesta, la policía nos dispersó con furia por la noche. De un grupo grande que estábamos entre Avenida Wilson y Paseo Colón, nos acorralaron disparando, dejándonos en grupos cada vez más reducidos.
Con algunos compañeros, corrimos hasta el óvalo Grau. Intentamos cruzar hacia el grifo, pero nos rodearon. Éramos un fotógrafo y yo de la misma brigada, algunas integrantes de la batucada y unos pocos más. Pensamos, ingenuamente, que la policía comprendería que habíamos protestado pacíficamente, pero no fue así. Quisieron quitarnos la cámara del fotógrafo y nuestras cosas, y, al defenderse, nos golpearon. Parecía importarles poco si solo estábamos caminando o lanzábamos una piedra, a todos nos iban a querer masacrar por el simple hecho de estar involucrados en las protestas.
Canal N grabó la escena, aunque en los momentos más violentos, la cámara volteó, dando la impresión de que intentaban encubrir la situación. Al menos su presencia, permitió que de suerte nos libráramos y asustados, nos retiráramos hacia nuestras casas.
En los días siguientes, el fotógrafo y yo acordamos compartir nuestras ubicaciones por seguridad al salir. Parecía funcionar hasta el 28 de enero, cuando la policía nos acorraló en las calles, dirigiéndonos hacia la Avenida Abancay y bloqueándonos en el cruce con Nicolás de Piérola. Para ese entonces, ya me parecía estar en un trance, como si mi alma hubiera abandonado mi cuerpo para no sentir, y aun así la sensación de estar dirigidos hacia un matadero estaba en el aire.
Yo me mantuve con una parte de la brigada a media cuadra de ese infernal cruce, mientras que mi amigo decidió permanecer algo más atrás fotografiando a más brigadistas y ciudadanos. Deben haber sido casi las 8 de la noche, cuando de repente aparecieron escuchamos motos acercándose por las callecitas aledañas. Nos habían mantenido ahí como una trampa, y en la oscuridad entraron a casarnos.
La gente empezó a correr, muchos nos dispersamos mientras nos disparaban de modo continuo, y esquivando las balas pude rodear el Parque Universitario hasta llegar al Jirón Sandia.
Al llegar, vi a personas asfixiándose y ayudé como pude. Mi amigo también logró escapar y ayudar a algunas personas hasta dar conmigo. Entonces, decidimos dirigirse hacia la Avenida Grau para intentar salvaguardarse y reunirnos con nuestros compañeros, cuando un par de cuadras antes de llegar, vimos que, de repente, apareció una brigada con una camilla pidiendo ayuda. Era nuestra brigada.
Corrimos tras ellos y los acompañamos a ingresar al hospital de emergencias Grau. Una de las brigadistas tenía los guantes llenos de sangre; la persona en la camilla había sido disparada en la cabeza y nuestra compañera se la había sostenido para evitar que se desangre.
Todo sucedió muy rápido mientras que el herido ya había pasado por la puerta. La brigadista dejó de serlo por un momento para ser de nuevo una humana que, ante el impacto, sucumbía en la vereda a llorar. Fuimos a su auxilio, y, cuando me incliné hacia ella, se quitó los guantes y me los entregó. Yo me paré nuevamente, helada por lo que estaba sucediendo. No quise ver, pero estaba segura de sentir cómo las manos se me hacían de sangre y de restos de masa encefálica. En mi desesperación y al no encontrar un ma***to tacho de basura alrededor, solo atiné a botarlos bajo un carro estacionado en la calle.
Habían muchos heridos esa noche. Aún con el trance que me acompañaba, algunos ayudamos un rato más en los locales de alojamiento y nos retiramos. Todo se sentía incómodo, había mucha incertidumbre y ya se veía venir que aquella persona que ingresó al hospital estaba mu**ta.
Cuando finalmente lo confirmaron, salí de mi trance un rato y sentí el dolor de la muerte, la sentía en mis manos. Con la misma ferocidad que apareció el dolor, se fue nuevamente y entré de nuevo en trance. El dolor no se sentía, pero la sensación de aquellos guantes en mis manos sí. Solo en ese instante, el sufrimiento apareció a chorros. Luego, el dolor me entraba como suero en intravenosa por las manos, a goteo.
Hoy caigo en cuenta de que ayer ya se cumplió un año de la muerte de Víctor Santisteban. Soy capaz de reconocer la parte que jugó aquello en la depresión a la que me negaba y me pregunto, ¿cuántos más habrán vivido algo así esos días?.