12/12/2024
El 6 de diciembre de 1873, en el que fuera el edificio de la Santa Inquisición y durante el siglo XIX albergó a la escuela de medicina, murió el estudiante de esta ciencia y poeta mexicano Manuel Acuña Narro, quien es considerado el máximo representante del romanticismo del país.
Años después, en 1897, el también poeta Juan de Dios Peza escribió:
“Todo se va, todo se muere. A medida que se avanza en el camino del mundo, se van dejando pedazos del corazón sobre la fosa de cada uno de de los seres queridos que nos abandonan para siempre. Hoy es un triste aniversario para las letras nacionales: hace veinticuatro años —¡parece que fue ayer!— que el poeta más inspirado de la generación de entonces, puso fin a sus días cegado por no sabemos qué internas y pavorosas sombras… pero reanudemos el hilo de los acontecimientos. Abandonamos la Alameda a la hora del crepúsculo, lo dejé en la puerta de una casa de la calle de Santa Isabel y me dijo al despedirnos:
—Mañana a la una en punto te espero sin falta.
—¿En punto?—le pregunté.
—Si tardas un minuto más...
—¿Qué sucederá?
—Que me iré sin verte.
—¿Te irás adónde?
—Estoy de viaje... sí... de viaje... lo sabrás después.
Estas últimas palabras cayeron sobre mi alma como gotas de fuego. Quise preguntarle más; pero él se metió en aquella casa y yo me fui triste y malhumorado como si hubiera recibido una noticia infausta. Yo sólo sabía que aquel gigantesco espíritu estaba enfermo y temía una crisis. Acuña llegó algo tarde a la Escuela en aquella noche; rompió y quemó muchos papeles que tenía guardados; escribió varias cartas listadas de negro, una para su ausente madre, otra para Antonio Coellar, otra para Gerardo Silva, dos para unas amigas íntimas. Dicen que al día siguiente se levantó tarde, arregló su habitación, se fue después a dar un baño, volvió a su cuarto a las doce, y sin duda en esos momentos, con mano segura y firme escribió las siguientes líneas:
«Lo de menos será entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable —Diciembre 6 de 1873.—Manuel Acuña».
…Yo llegué a visitarlo a la una y minutos, porque un amigo me detuvo en la puerta de la Escuela. Encontré sobre la mesa de noche una bujía encendida y a Acuña tendido en su cama con la expresión natural del que duerme. Toqué su frente guiado por extraño presentimiento y la encontré tibia; alcé en uno de sus ojos un párpado y la expresión de la pupila me aterró; volví entonces con sobresalto el rostro hacia la mesa de noche y me encontré en ella, junto a la vela, un vaso en que se apoyaba el papel que antes he copiado. Me incliné para leerlo y un acre olor de almendras amargas me descorrió el velo de aquel misterio”.
Antes de suicidarse con cianuro de potasio, Acuña fue a casa de Rosario de la Peña, una brillante e inteligente joven a la que rondaban muchas personalidades de la época, entre ellos Manuel. Para muchos, el que Rosario haya ignorado las proposiciones de Acuña provocó su suicidio, aunque otras versiones aseguran que fue otra la razón. Cómo sea, la composición que Acuña dejó en casa de la joven unió sus nombres para la posteridad.
Entre los poemas escritos por Acuña se encuentran “Resignación”, “Ante un cadáver”, “El pasado” y “Nocturno a Rosario”, que es la composición a la que nos referimos líneas arriba y con la que probablemente ya tuvieron contacto. No sé qué pienses tú, pero me parece un poema conmovedor y acá lo dejo, por si no lo conocías o no te acuerdas bien de él.
“NOCTURNO A ROSARIO”
“Pues bien, yo necesito decirte que te quiero
Decirte que te adoro con todo el corazón
Que es mucho lo que sufro, que es mucho lo que lloro
Que ya no puedo tanto y al grito en que te imploro
Te imploro y te hablo en nombre de mi última ilusión
Yo quiero que tú sepas que ya hace muchos días
Estoy enfermo y pálido de tanto no dormir
Que ya se han mu**to todas las esperanzas mías
Que están mis noches negras, tan negras y sombrías
Que ya no sé ni dónde se alzaba el porvenir
De noche, cuando pongo mis sienes en la almohada
Y hacia otro mundo quiero mi espíritu volver
Camino mucho, mucho, y al fin de la jornada
Las formas de mi madre se pierden en la nada
Y tú, de nuevo, vuelves en mi alma a aparecer
Comprendo que tus besos jamás han de ser míos
Comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás
Y te amo, y en mis locos y ardientes desvaríos
Bendigo tus desdenes, adoro tus desvíos
Y, en vez de amarte menos, te quiero mucho más
A veces, pienso en darte mi eterna despedida
Borrarte en mis recuerdos y hundirte en mi pasión
Mas, si es en vano todo y el alma no te olvida
¿Qué quieres tú que yo haga, pedazo de mi vida?
¿Qué quieres tú que yo haga con este corazón?
Y luego que ya estaba concluido tu santuario
La lámpara encendida, tu velo en el altar
El sol de la mañana detrás del campanario
Chispeando las antorchas, humeando el incensario
Y abierta, allá a lo lejos, la puerta del hogar
¡Qué hermoso hubiera sido vivir bajo aquel techo!
Los dos unidos, siempre, y amándonos los dos
Tú, siempre enamorada; yo, siempre satisfecho
Los dos una sola alma, los dos un sólo pecho
Y, en medio de nosotros, mi madre como un Dios
Figúrate qué hermosas las horas de esa vida
¡Qué dulce y bello el viaje por una tierra así!
Y yo soñaba, en eso, mi santa prometida
Y al delirar en ello, con alma entristecida
Pensaba yo en ser bueno por ti, nomás por ti
Bien sabe Dios que ese era mi más hermoso sueño
Mi afán y mi esperanza, mi dicha y mi placer
Bien sabe Dios que en nada cifraba yo mi empeño
Sino en amarte mucho bajo el hogar risueño
Que me envolvió en sus besos cuando me vio nacer
Esa era mi esperanza
Mas, ya que a sus fulgores se opone el hondo abismo que existe entre los dos
Adiós, por la vez última, amor de mis amores
La luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores
Mi lira de poeta, mi juventud, ¡adiós!”.
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